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La quietud: un drama retorcido que casi lo logra

Foto del escritor: Milagros GarciarenaMilagros Garciarena


Desde su última película (El clan, 2015) Trapero usa un estilo diferente al del resto de su filmografía. Títulos como Leonera o Elefante blanco (en ambas aparece Martina Guzmán) tienen lugar en espacios marginales y su fotografía es muy cruda. Es notorio como ha cambiado la calidad visual en sus dos últimos trabajos, y al mismo tiempo, como cambió el estilo. Las dos últimas películas del director demuestran una transformación que gira hacia lo más estándar y convencional, y eso no es un error. Pero esperemos que no quede en el olvido ese cine marginal que lo caracterizó en sus comienzos.

Mi primera impresión con La quietud fue de confusión. Empecé a creer que lo que estaba ante mis ojos no iba a ser más que un drama familiar que cae en lo habitual. Luego de que terminó la película me di cuenta que tenía que darme un tiempo para reflexionar, porque esta es una historia para analizar, no sólo para ver. La historia se centra en una familia de clase alta que se reúne luego de que el padre tiene un ACV. La madre es Graciela Borges, magnífica como siempre, y las dos hijas son Eugenia, la mayor (Berenice Bejo) y Mía, la menor (Martina Guzmán). La mayor vive en Francia y vuelve debido al estado de salud de su padre, que se encuentra en coma. La relación de cada miembro de la familia entre sí se va desenvolviendo a lo largo de la trama. Los secretos más horribles se esconden en esa estancia y luego salen a la luz.

Lo primero es el nombre de la estancia que le da el título a la película. Tal vez es algo redundante y obvio, pero esa quietud asfixiante contrasta con el alboroto interior de la familia. La relación de las hermanas va a ser el centro de la historia. La hermana más amada por la madre está lejos y la menor, quien es amada por el padre pero despreciada por la otra, está cerca. Eugenia toma un rol maternal sobre Mía, quien por un lado la ama enormemente pero la rechaza en ciertos aspectos. La sed de madre de esta última la hizo desarrollar un amor peculiar por su padre y también por su hermana mayor. Pero lo que hace a este personaje tan ambiguo y rico de analizar, es la diferencia que hace la madre sobre ellas. No solo la prefiere a Eugenia, sino que a ella no la quiere. Esto genera en el personaje de Guzman un gran resentimiento, pero más que nada, un sincero dolor. Por último está el personaje de la madre, siempre vestida de blanco pero impura, en el medio del campo, la tierra, la fecundidad, la quietud. Un personaje tan incierto como intransigente. Graciela Borges es lo mejor de la película, pero no porque el resto no se salve. Es solo porque ella es de otro planeta.



Además de la figura del padre, hay otros dos hombres (Edgar Ramirez y Joaquín Furriel), pero ellos no se lucen demasiado. Porque esta es una historia de mujeres. Es una trama muy lorquiana, donde la naturaleza se apodera de todo. No es casual que el noventa por ciento de la historia se centre en el campo.

Sin embargo, hay algunas cosas que no terminan de cuadrar. Más allá de la innecesaria escena de la masturbación, ninguna escena está de más. Pero no terminan de lograr el efecto deseado. Una de las causas es que el director intentó abarcar demasiados subtemas a la vez y cuando eso pasa es muy probable que no lleguen a desarrollarse del todo. Un gran mérito de este es el manejo de la cámara y la sensación de teatralidad que le da al espectador. Me gustaría verla llevada al teatro algún día, actuada por las mismas exquisitas mujeres.


Mi opinión: buena

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